Y eso que no dejan entrar con el celular que tiene video. Al terminar exitosamente que te atraviesen como una brochete con el cateter, sacarnos una foto con el cirujano ecuatoriano León Valdivieso, quince años al lado del pampeano René Favaloro, los muchachos camilleros y etcétera. Hubiera sido para la posteridad. Sobre todo tan cerca de la posteridad que se está en estos casos, ¿no?
Fue el martes 14 de julio, pasadas las 10:30. Había subido de sacarle fotocopias a La Voz del Interior de la que se da cuenta alguna entrada más abajo, frente a este mismo monitor conn el blogger abierto en esta misma bitácora, cuando el codo izquierdo empezó a molestar en demasía con una especie de calambre. Me hice fricciones, pero insistía, empezó a tomar el bíceps de ese lado y pedí ayuda para unos tirones y masajes con más fuerza. Impertérrito, siguió subiendo. Pasó por el hombro, se apoderó del pectoral izquierdo, siempre sin el más mínimo dolor, apretujando sin llegar a calambre y llegó al medio del pecho, donde apretó fuerte su poco, como el monstruo grande de León Giecco, y aumentó la angustia que silenciosamente había venido creciendo. Un tensiómetro digital indicó que había que pedir ayuda urgente y de la profesonal: 200-120. Con el minibus hicimos un triunfal ingreso a las Urgencias de la Fundación Favaloro a las 11:40. O por lo menos eso quedó registrado oficialmente.
Bajaron de un estante un equipo portátil para electrocargiogramas y me entraron a conectar como para una electrocrución. Llevaron los dos, junto con el que me habían hecho en pleno ataque, y un médico joven, todo de verde clarito y barbijo, los cotejó sin mayores detenimientos.
Le pregunté si me iban a dejar adentro.
-Por lo menos en observación -contestó esa máscara impávida de telgopor-. Este salió un poco mejor, pero el primero es desastre. No te preocupes.
Jamás. La muerte es una sola vez y gobiernos tenemos todos los días, todos los años. La ceremonia de subirme a la Unidad Coronaria, en el cuarto piso, habitación 403, estuvo exente de pompas. Nada de la fanfaria Alto Perú, con lo linda que es y cómo suena, el tranco compadrón de los pingos, encima una camilla que le faltaba aceite y chirriaba como reja de cárcel o portones de galpones antiguos y desvencijados.
Un paisaje de cuerpos viejos, flácidos, llenos de butterfly y cables de todos los colores, conectados a unos respaldares como habitáculo de nave especial, ojos grandes de miradas lacias, quizá pensando si yo venía más jodido y ya no me quedaba nada, fue el travelling panorámico a derecha que se compensó con el ventanal a los techos de Balvanera que ya hubiera querido Borges, regulable la luminosidad con persianillas venecianas.
El viernes antes de mediodía terminó médicamente todo. Me sacaron el cateter con que Valdivieso me había enhebrado la femoral derecha y dejaron en el apenas perceptible orificio de entrada una especie de yeso compresivo a pura tela adhesiva hipoalergénica porque los médicos no serían nada sin las telas adhesivas, sólo les falta comerlas en ensalada.
Alguien, a guisa de despedida, cosa que estuve lejos de agradecerle, tuvo a bien de comunicarme que aparte de la desgracia con suerte que había tenido la dicha de disfrutar, del pelotazo en el palo que había dejado su inmunda marca de barro en la blancura del poste, había ingresado en la categoría de cardíaco y ni bien llega a su casa, a la camita, se levanta sólo para ir al baño, al baño tu hermana, prender la compu que ya ha comenzado la guerra final del capitalismo por la cloud entre Windows y Google, uno mucho no entenderá pero resulta por lo menos mucho más entretenido que un país donde las pelotudeces se empecinan en entronizarse como clases dominantes y seguir la 125 por otros medios, con todos los medios, hasta no dejar nada, porque mi voto no es positivo, tampoco es negativo, ya no es voto, sáquense la careta y llévenselo todo de una vez, chantas de cuarta.