viernes, 7 de agosto de 2009

LA DIFERENCIA ENTRE CAMINAR Y PASEAR


A sol y sombra

por Carlos Penelas

Me dice el amigo y narrador entrerriano, Carlos Sforza, que una vez Fernando Pessoa le confesó: “La base de todo arte no es la insinceridad, sino una sinceridad traducida”. Hablamos de un modo verdadero, desde lo interior, o nos equivocamos. Quiero decir: desde la sinceridad vamos creando sueños, otra realidad que nos ayude a construir ese pequeño universo del poema. Usted sabe, no pretendo adoctrinar.

No lo tome a mal, cálido lector, si le hablo en primera persona. Hoy necesito escribir así. Quiero sentir la radiación de la ciudad, la memoria adolescente, el prestigio de los parques, el estímulo del barrio. Hay un olvido y una presencia inmediata en los rincones íntimos, en esos ejes imaginarios que zigzaguean en el ensueño doméstico.

Aprendí a caminar las calles de Buenos Aires de la mano de mi padre. Íbamos a pasear. Hoy ya nadie pasea. La gente camina sin mirar, son abombados con los ojos perdidos. La mirada de los hombres es triste y la de las mujeres tonta. Mi padre me enseñaba las calles de Barracas, las calles de la Boca, de Boedo, de Palermo. En esos paseos iba descubriendo historias. Los nombres tenían duendes, ángeles dispersos, bocanadas. No era sólo el adoquín o una plaza. O una estatua bella. Eran seres que habitaron o vivían todavía en esos barrios. Allí las huelgas, luchas insurrectas. Allí la voz de un tango, un poema, la imagen de un pintor. Uno al pasear, vagueaba. Después venía el puerto, la costanera, los diques del trabajo y del honor.

Hoy el aburrimiento tiene forma de celular, de apuro, de imbecilidad. De muchacho paseaba con muchachas hermosas. Caminábamos las plazas, la claridad de nuevas avenidas, las fuentes de una cultura recoleta y serena. Cortadas sigilosas, arboladas, secretas. Eran tardes bellísimas donde percibíamos el latido del corazón. Hoy muy pocos pasean. No conocen los murales de antiguas galerías, no conocen historias; son obedientes a una civilización urgida.

Con los amigos paseábamos de noche. Caminábamos el mundo, hablábamos de mitos, de leyendas, de gaviotas blindadas. De hembras, de alegrías escandalosas, del placer del presente. Descubríamos bares, espejos, muchedumbres. Descubríamos muros donde escribir palabras necesarias, palabras cargadas de pasión y utopía. Nos nacía un lenguaje en cada confidencia. Descubríamos huellas, personajes intensos, convenciones morales. Éramos jóvenes apócrifos, idealistas, mundanos.

En las casas se comían fideos, pucheros, milanesas, huevos fritos. La leche de la tarde era con pan y manteca. Y azúcar, azúcar generoso sobre una fantasía. Todo era claro, transparente, sencillo. Uno decía chorizo, mortadela, salame. O postre vigilante. Todo eso estaba en la calle. Uno decía truco, culo, hembra. Ahora se habla de la cocina molecular, del nitrógeno que se combina con espumas. Cocina tecnoemocional, de vanguardia. Hay biólogos moleculares que trabajan en estas comidas. Se necesitan inventar cosas nuevas. Hay raciones minimalistas como “el aire de lechuga de mar” o “pomelo a la plancha”. Cuando estudiaba en el Profesorado en Letras – las veces que deambulábamos por las calles hasta nuestro domicilio – entre otros autores clásicos leíamos a Epicuro, a Lucrecio, a Sócrates. Todos ellos eran grandes caminadores. También leíamos a Juan del Encina. “Hoy comamos y bebamos / y cantemos y holguemos / que mañana ayunaremos.” Se necesita sorprender al paladar. Mientras la desnutrición avanza, la muerte avanza, las enfermedades son endémicas por la pobreza.

Cuando uno camina descubre cosas. Paredes descascaradas, puertas tapiadas, veredas sin solución. Pobreza. Descubre portones, grafittis, cartoneros. Los barrios han cambiado, las calles, las esquinas. Además, nadie sale de paseo. Es verdad, caro lector, es verdad. Las cosas han cambiado. Pero salir a caminar impone también aceptar nuevas mentiras, intrigas, resentimientos. El mundo interno que nos desestabiliza se repite afuera. Las máscaras, la teatralidad se impone en un engranaje plagado de engaños, de contenidos dramáticos.

Trotan en silencio. Por las plazas trotan en silencio. Por las noches salen a trotar. Son empleados o empleadas de oficina que corren alrededor de las plazas. Solitarios, de a dos, dan vueltas escuchando música. (No hay más parejas enamoradas en los bancos. Ni seres solos que piensan en el destino, en el amor a punto de perder, en la evocación del ensueño.) Toman agua mineral sin gas, a veces llevan una toalla en el cuello. Eso yo lo hacía en el club, en el gimnasio o al aire libre, al sol. Son épocas, tiempos, deseos inconclusos.

La presencia de los turistas en ciertos barrios es insoslayable. Carteles en los comercios, folletos de todo tipo, cámaras fotográficas. Constatamos la variedad de idiomas. Y también el sentido y el valor de las palabras. Y vemos motos, bicicletas, colectivos sucios, destartalados vehículos, un carrito con un caballo en pleno centro, artistas callejeros. Vemos lo que se denomina el graf-art, un desprendimiento del grafiti y del diseño gráfico. Es el mundo, me digo. El mundo con sus olores, sus cambios: formas de la intemperie, recuerdos de la degradación, de la mitología porteña, de una retórica suburbana. Prendo la pipa y miro.

Camino las calles de la ciudad. Por la mañana, por la tarde, en el anochecer. Veo sus cambios, sus modificaciones. Representaciones simultáneas, sospechosas. Magia y cirugía; clarividencia de los poetas. La calle: una franja que ilumina por igual la poesía y la vida, una operación extrema del lenguaje pero también del afecto. Riqueza y fluidez convocando voces y silencios.

Buenos Aires, agosto de 2009.