lunes, 23 de agosto de 2010

LA SOLEDAD EN EL ADIOS DE LOS PERUANOS PARLANCHINES


A los 86 años, en el viejo Hospital de Clínicas, este sábado falleció Hugo Guerrero Marthineitz, (a) El Peruano Parlanchín, un negro limeño que había hecho una escala técnica primero en Santiago de Chile y Montevideo antes de recalar en Buenos Aires donde decidió tormentosamente quedarse, a punto tal que en mayo último anduvo a las puteadas, empujones, por el suelo, el SAME y la policía. El dinero que reclamaba por unos bolitos radiales, como es obvio, no lo consiguió. Después de prácticamente chapotear en dinero, cuando sus años de buena, últimamente lo hacía en la miseria. Olvidado por la consideración pública lo rescató un cronista gráfico de las llamadas notas de color cuando lo encontró tocando timbres en el Barrio Norte, ofreciéndose a leer clásicos varios de literatura a la gorra. Fue transgresor, provocador, insolente y varias cosas más, pero fundamentalmente talentoso. Chispoteaba siempre. En Santiago lo acogió nada menos que la radio de la Universidad de Chile hasta que no tuvo la mejor ocurrencia que tocar una parte más que sensible de las heridas que todavía quedan de la Guerra del Pacífico entre los dos países. Hicieron cola para pegarle patadas en el culo. En Canal 9 de los '60 tenía un micro de 15' al mediodía con Salgán y D'Elío. Todos los días. Había algunas jornadas en que con gesto ampuloso y esa voz bien timbrada, honda, llena de vibraciones, anunciaba que no tenía ganas de trabajar y que por lo tanto el dúo le tenía que dar fuerte y tupido durante todo el tiempo. También que se le diera por leer a Shakespeare hasta que se le acababa el tiempo.
De algún modo, El Negro fue fundamentalmente un tipo mal estacionado. La tevé, por definición y génesis, tiene más limitaciones que perspectivas. Una vez, en aquellos sábados interminables que idiotizaron a tantos millones, le dieron para hacer la publicidad de una camisa con marca extranjera cuya mayor virtud, aparte de la blancura que mantenía a toda costa, era su liviandad, se la usaba y no se la notaba. Llegado el momento, displicente, sentado en un sillón, cuando ya iban tres o cuatro horas de programa, a él se le ocurrió que los hechos valen más que las palabras y que durante el tiempo estipulado para el spot publicitario, si la virtud máxima era el descanso que producía esa indumentaria, bueno, a demostrarlo: se desabrochó el primer botón del cuello y la pantalla fue a un negro total: durante un minuto no hubo programa. Casi hubo una peregrinación de televidentes para agradecérselo. Pero nunca se supo si por el canal, la agencia o los dueños, eso sí, jamás volvió a repetir la hazaña.
Descubrió a los que ahora se les llama Sin Casa, un hombre mayor, que paraba en Plaza Francia, al pie del muro del convento y que para matizar el paso de las horas, con la punta de unos clavos y restos de pintura que encontraba en tarros tirados a la basura en obras en construcción en los paquetes edificios de la zona, raspaba y pintaba unas excelentes escenas naif. La zona se llenó de un gentío para admirar lo hecho y verlo producir. Eso fue por la época en que editó y presentó su primer libro: Señoras y señores, toda esta gente. Ese era el título.
En los pisos que supo ocupar en épocas de vacas gordas un ambiente amplio estaba convertido en estudio y la discoteca era tan gigantesca como original. Cansado que le robaran, para indignación de los oyentes, cuando pasaba esas obras únicas, se metía en el medio con una de sus risotadas simiescas o a tararear y silbar. Si lo afaban, que lo hicieran con él también.
En aquel micro de Canal 9, no tan recordado como otros sucesos que tuvo la tupé de producir, un buen día se apareció con una cantidad de desharrapados, cara de venir comiendo salteado y en la indumentaria no sponsoreados por multinacionales. Había decidido que eran geniales músicos populares latinoamericanos y que ellos debían usar el tiempo siempre tan precioso. Eran los Parra chilenos. Roberto y Violeta con su eterna cara de magra tristeza y la guitarrita de mala muerte que rasgaba con la punta de los dedos. Así dejó que los conociéramos.
En esta hora final, donde el mejor homenaje y reconocimiento es tratar de recopilar algo de lo mucho perdurable que hizo, apelamos a un video para que la imagen de la tecnología no lo deje morir del todo y un poco de su voz inigualable, normalmente acompañada por un pensamiento díscolo, no conformista, quizá rebelde, pero no revolucionario para no entrar en terrenos resbaladizos. En la red hubo quien apeló a la memoria o a los apuntes para rescatar algunas sentencias de las que a continuación todavía recogemos menos, no sin antes agradecer el trabajo:
  • Yo soy un loco de mierda que habla solo ante un micrófono. Fui y sigo siendo un mediocre que da examen todos los días.
  • La tevé se autoreprimió los primeros planos debido a un ridículo respeto hacia las arrugas de los artistas.
  • En nuestro mediocre medio televisivo todos son fracasados aunque sean estrellas, todos empezaron alguna carrera que hubieran deseado terminar. Yo estoy orgulloso de no tener ni la primaria completa.
  • Creo que no soy más agresivo que el que trata de difundir su bondad.
  • Hoy no tengo trabajo y llegué a dormir diez noches en la calle por el dinero que me deben.
  • Yo no soy una empresa. Soy un individuo que piensa. Pero, ojo: no sé si existo.
  • Ser independiente en la Argentina es un peligro público. No hay nada que nos moleste más que ser independientes.
  • El atractivo de las ciudades es la ingratitud de la gente.
  • No somos civilizados, somos humanos.
  • La clase media argentina fue una invención anticomunista.
  • Sería ególatra de mi parte si yo dijera que el gobierno no me respeta, porque el gobierno no respeta a nadie y es por eso que la gente se muere de hambre en las regiones más ricas de este país.
  • Recién ahora recuerdan que los indígenas son ciudadanos argentinos.
Tenía tres hijos y no muy buenas relaciones con ellos. Le tiraron una mano quizá con no mucho entusiasmo porque en este tipo de relaciones siempre quedan facturas impagas. No quiso velatorio y lo cremaron en la Chacarita, lejos del Rimac y de la colonial ciudad de los 500 balcones.